jueves, 19 de septiembre de 2013

Martínez Suárez habla de "Dar la cara"

Reproducimos la entrevista de Sergio Wolf y Fernando Martín Peña incluida en el libro Generaciones 60 90, Malba, Buenos Aires, 2003.

-Dado que El crack, su primer film, fue un fracaso comercial, ¿cómo logró levantar una producción tan compleja como la de Dar la cara?
José Martínez Suárez: -Me llaman por teléfono y nos encontramos con David Viñas y un muchacho que se llamaba Ernst Kehoe Wilson, que tenía letreros luminosos en la 9 de Julio. David tenía un guión que se llamaba Salvar la cara, habían visto El crack y consideraban que yo podía dirigir con potencia esa otra propuesta. Trabajamos mucho con David, que en ese momento vivía en San Fernando. Conformamos un equipo, con oficinas en Riobamba y Santa Fe, Alberto Parrilla fue nuevamente el jefe de producción, hicimos el rodaje en escenarios naturales y fue muy dificultoso. Sobre el final nos quedamos sin dinero y tuvimos que parar, hasta que Parrilla consiguió el aporte de un hombre vinculado a la industria de la carne. Según me contaba Parrilla este hombre iba metiendo la mano en un barril, sacaba dinero y le decía: "Vaya contando, vaya contando...".

El guión permitía abordar tres clase sociales y tres escenarios muy diferenciados entre sí: el grupo del universitario, el de la industria del cine y el del ciclista, que es de una clase social inferior. Había un gran horizonte para trabajar. Podía quedar muy poco afuera de esa "pintura". No hay buenas películas sobre un mal libro ni malas películas sobre un buen libro. El libro era de gran solidez, y lo digo porque había un segmento que casi desconocía: el universitario. Yo no lo soy. David me dio las pautas. Siempre hablo con conocimiento de causa. Por eso, al tomar el personaje de Beto, que es corredor de bicicletas, buscamos al chico Carlos Sarlenga, campeón de velocidad, para asesorar. Leonardo Favio iba con él cada mañana en bicicleta hasta el Tigre desde Sarmiento al 1900, ida y vuelta. Por eso, cuando tuvimos que rodar, Leonardo no se subió a la bicicleta como lo haríamos nosotros, sino como profesional. Se había afeitado las piernas, porque a los corredores los pelos les producen infecciones. Así fue que los personajes tuvieron un tratamiento verosímil.

-La novela es posterior al film, ¿verdad?
JMS: -Sí. Mientras la hicimos, Dar la cara fue sólo un guión. Después hubo un concurso en la editorial Sudamericana y David me comenta entonces la posibilidad de la publicación. Por eso yo soy autor de una película sobre novela que no he leído nunca. Es posible que la novela haya salido antes del estreno, pero en todo caso fue después del rodaje.

-Hace algunos años usted tuvo la idea de retomar los personajes.
JMS: -Sí, hará unos quince años. Quedó en idea. Al fin y al cabo esa es la propuesta de Priestley en El tiempo y los Conway: qué son, qué quisieron ser y qué fueron.

-¿Cómo estaba planteada esa continuación?
JMS: -El padre de Beto Cattani murió y él se quedó con el kiosko de Carlos Pellegrini al 400. Dejó el ciclismo, claro. Luis Medina Castro abandonó sus ideas políticas y se dedicó a atender la propuestas económicas de las empresas importantes del centro de Santa Fe. Carbó siguió trabajando en los estudios del padre, medio retirado, haciendo un cine absolutamente innecesario. Ojo que esta es una visión personal mía y nada más, ¿eh? Son criaturas de David así que es posible que él tenga otras ideas. Pero, en lo que a mí respecta, en ninguno de los tres fructifican las aspiraciones juveniles.

-¿Por qué se le ocurrieron esos destinos?
JMS: -No sé. Será porque la vida me ha transmitido una cierta desesperanza. La mayoría de los amigos de mi juventud, con quienes habíamos tenido esos sueños, no pudieron cumplirlos, fueron absorbidos por el mecanismo cotidiano, por una forma de vida en la que aquellos sueños se desvanecieron.

-Bueno pero, por lo que usted plantea, sería como pensar que los personajes caen presos de las mismas cosas que cuestionaban en sus propios padres.JMS: -La respuesta es que sí, con la salvedad de que a los padres les había tocado vivir otras circunstancias.

Es inusual, en el cine argentino, que las paradojas redunden en una obra marcada por la personalidad. Al revés: lo frecuente es que deriven en inconsistencias, ambigüedades, o indescriptibles e indescifrables cambios de rumbo y contradicciones finalmente insalvables, que terminan por alejar a los proyectos originales de aquello en que se convirtieron al filmarse. En los films de Martínez Suárez la constatación de la paradoja multiplica los sentidos, enriquece la revisión de su obra al punto de transformarla en una de las más singulares del trágico devenir de nuestro cine.

La paradoja crucial radica en la doble adscripción de Martínez Suárez al "cine de estudios" y a la "Generación del '60". Pero no hay un antes y un después en estos aprendizajes, saberes y filiaciones. No es que hubo un referente inicial que después cambió por otro. Ambos cohabitan y cohabitaron desde el comienzo, intersectándose e influyéndose, y esa cualidad es la que impide colocar los films del autor en un territorio u otro, dejándolos en una zona solitaria y quizá equidistante de ambos, como si lo que revelaran es que el alumno busca construir su propio saber y su propio universo ficcional en vez de querer mostrarse como quien sólo ha "aprendido la lección".

Son aislados los casos de cineastas argentinos que, como Martínez Suárez, pudieron procesar así aprendizajes e influencias como un modo de orientar su producción estética sin que deje de constar ese hilo conductor que los conecta con tradiciones y experiencias: quizá Luis Saslavsky, o Leonardo Favio, o Hugo Santiago, o Adolfo Aristarain sean de los pocos que lograron escapar de ese laberinto. El problema, entonces, no es que haya nexos con ciertos tipos de cine sino cómo se ponen en juego dichos nexos.

Y aunque la adscripción a los "estudios" -y más específicamente a Lumiton, entendida como la casa de su aprendizaje- es tan manifiesta como la adscripción "generacional", esta doble condición de afectos y elecciones, esta aparente tensión o batalla va a plantearse en el modo de poner en escena sus historias. No es que los datos biográficos expliquen sus películas, sino a la inversa: las propuestas cinematográficas de sus películas demuestran que esa doble condición no sólo es biográfica sino vital.

(...) Como si profundizara ciertas aristas dramáticas insinuadas en El crack, en Dar la cara (1962) Martínez Suárez concreta su obra más compleja. La denuncia del complot y la intención de inventar "otras" reglas de juego que las impuestas por los "mayores", amplían el horizonte que esbozara El crack. Ya no es lo pequeño como sinécdoque o alusión a cuestiones mayores, sino la ambición de totalidad. Totalidad es la palabra fundamental: de la diversidad de clases al problema de los padres -reales y simbólicos-, del deseo libertario al eje campo-ciudad.

De algún modo, este film sintetiza un cambio de imaginario: si el imaginario social de los '30 puede pensarse a través de Los tres berretines (Susini-Lumiton, 1933), al cruzar el fútbol con el tango y el cine, el de los '60 puede pensarse a través de Dar la cara, al articular el aporte con la universidad y el cine. Es que Dar la cara es el reverso de films sorprendentemente complementarios como El jefe (Ayala, 1959) y Los venerables todos (Antin, 1962), o de la emblemática Los jóvenes viejos (Kuhn, 1962). En ellas prevalecía ese tic "generacional" del relato minucioso de lo que le ocurre a un grupo. Es verdad que Martínez Suárez y su guionista David Viñas idearon una historia de grupo, pero esquivaron toda alegoría y situaron sus tres historias en un marco muy definido. Marco definido social -tres clases-, histórica -1958- y políticamente -la lucha por la enseñanza laica o libre, la inserción argentina en el mundo-, y estos rasgos distinguen al film de sus contemporáneos. Aquí no hay un laboratorio donde se investiga fríamente el microcosmos de un grupo, sino un relato que se empecina en dar cuenta del destino de una generación y tal vez una nación. Por eso es que puede hablarse de totalidad: por las decisiones de "enfoque narrativo" descriptas, con las que se corresponden -sin querer hacer un juego de palabras- las decisiones de "enfoque visual" al emplear casi invariablemente la profundidad de campo, fruto del neorrealismo y de la influencia que Orson Welles ejerció desde siempre sobre Martínez Suárez.

Esa totalidad es asimismo geográfica, aspecto que sí relaciona Dar la cara con otros films de la "Generación". Al igual que Los de la mesa 10 (Feldman, 1960) o Alias Gardelito (Murúa, 1961) o Prisioneros de una noche (Kohon, 1962), Dar la cara define con precisión un espacio urbano que tiene una incidencia decisiva sobre Beto, Mariano, Bernardo y los otros. No son sólo los personajes quienes "descubren" ciertos sitios de la ciudad, sino que es también el espectador quien realiza esta trasposición, en tanto el cine argentino nunca había reparado en ellos. La calle dejó de ser el espacio apacible de la concordia y el encuentro barrial y -aun coexistiendo con los chicos jugando a la pelota y el diariero- devino topografía beligerante, ámbito de lucha e incomodidad. La circulación de los activos personajes de Dar la cara no tiene paz, en tanto el relevamiento urbano que efectúan es un desplazamiento tras su propio lugar, delineando un circuito que los encierra y a un tiempo los contiene, y que será tematizado de modo notable por Martínez Suárez en su último film: Noches sin lunas ni soles. En ella los espacios, en vez de expandirse como en Dar la cara, se contraían, conforme a la encerrona que cercaba al protagonista en un barrio de Palermo jamás mejor representado.

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